Angélica Piedrahita
@ TRANS
Del 28 de noviembre al 18 de diciembre de 2020.
Trinar, cantar, gorjear, piar, zurear, arrullar, graznar, trisar, crascitar, gemir, crotorar, cacarear, cuchichiar, titar, parpar, gruir, gañir, pipiar serian algunas maneras de enunciar el sonido de las aves señalando capas históricas y sociales de nuestras relaciones con seres no humanos. Por su parte el ejercicio científico, traduce la señal digital a visualizaciones de sus cambios temporales y tonales, permitiendo otras correlaciones con sus cantos. Este proyecto se pregunta por integrar la imagen de la ciencia a saberes y apreciaciones populares. El proyecto busca encontrar espacios de diálogo que señalen el sentido común de las artes, la ciencia, la vida misma y nuestras intrincadas relaciones con el entorno. Al desplegar gestos pertenecientes a la bioacústica que negocian con gestos onomatopéyicos, sinestésicos y experienciales del individuo fuera de las ciencias, se accede a un plano de la experiencia y la observación transdisciplinar que acercan humanos y no humanos a relaciones que juegan desde la ciencia, la ficción y el arte.
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Texto por Nina Fiocco.
Si nuestros relatos han a menudo construido una lucha entre seres humanos y naturaleza, nuestro lenguaje también ejerce un extraño deseo de dominación sobre lo que no podemos entender; así los sonidos emitidos por no-humanos son categorizados en palabras aparentemente precisas. Sin embargo, si pensamos en otra de sus manifestaciones, este mismo intento taxonómico del lenguaje abre a la paradoja: si las palabras parecen poder abarcar el espectro de los sonidos no-humanos, las onomatopeyas que más corrientemente se usan para emular la voz de un animal, no logran suspenderse al nivel de puro sonido, sino varían en la escritura y pronunciación de cada lengua, traicionando así una adherencia idiomática más que una real escucha e intento de reproducción.
La brecha que abre esta paradoja podría quizás ser nuestra oportunidad. Si aceptamos la posición de esta imposibilidad, puede que el espacio auténtico de la complicidad interespecie se encuentre en este malentendido, este borde, ahí donde estamos ni adentro ni afuera, ahí donde alcanzamos escuchar e intentamos decir, donde podemos ser membrana. El trabajo de Angélica ahonda en el estudio de estas posibilidades, en la observación, la clasificación, pero también en el hacerse parte a través de la voz.
Las dos piezas de la exposición operan en un sentido casi inverso. En “Alfabeto” observamos una pieza de estudio en la cual Angélica tiende una trampa a los dispositivos de escritura, organizando sus escuchas y grabaciones en una secuencia que mapea semi-científicamente los cantos de aves (de las cuales varias son migrantes) que grabó en Monterrey a lo largo de 2020. Paso a paso, cuando los ruidos de la urbe disminuían su fuerza, Angélica se concentraba en la presencia de otros habitantes: voces, sonidos, murmullos, brotes repentinos, presencias casi fantasmagóricas de otros que han sido históricamente desplazados, relegados, contenidos en favor del orden, la higiene y la eficiencia de la ciudad moderna; esos otros que volvían a ocupar las que parecían ruinas de este sistema económico y social. En “Biopoéticas II”, la imagen de las ondas sonoras de los sonidos de los pájaros se va progresivamente perdiendo en la sobreposición de una imagen de la artista en un espacio a la mitad entre cerrado y abierto, construido y natural. Ella canta porque escucha y no traduce, pierde de vista el lenguaje e incorpora el sonido de las aves; la voz y su cuerpo se colocan en un espacio más amplio y compartido: ellos ya son paisaje. Este encuentro inesperado reivindica la esencia del espacio que vivimos como común y permite conspirar para otra posibilidad de contacto, si se logran evadir los riesgos de una nueva definición antropocéntrica. Por eso Angélica canta abriendo a la incertidumbre y a la posibilidad de una nueva utopía: una coralidad multiespecie, un territorio esperanto sin significado ni relato preestablecido. (Estos meses han sido un ejercicio de escucha).